Recuerdo desde pequeño que todos los domingos acompañaba a mi padre al estadio a ver fútbol, entre pipocas, papas fritas y todo dulce cuanto pasaba, miraba las gambetas de Milton Melgar, las diabluras de Marco Etcheverry, los cañonazos de Erwin Sánchez, los goles oportunistas de Tucho Antelo y la locuras en el arco de Carlos Leonel Trucco. Con toda la inocencia de mi edad, no entendía los comentarios que se hacían en el entretiempo, con respecto a los árbitros, las vendetas, arreglos y esos señores que dirigían los equipos sin ser entrenadores, ni ex jugadores.
Poco tiempo después cuando la pasión por este deporte me iba creciendo, celebraba los goles de mi equipo, con una garganta brotada, con un abrazo desmedido con el vecino sin saber ni siquiera de quién se trataba, lo abrazaba sólo por el hecho de estar a mi lado y vestido con los mismos colores. Y es que el fútbol genera pasiones, levanta multitudes, sólo con el simple hecho de que un balón traspase una línea.
Empecé a querer imitar a mis ídolos, con dos ladrillos formábamos un arco en medio de la calle y jugábamos entra y sale, gol gana, arco a arco, penales, picaditos, todos los juegos habidos y por haber que tenían que ver con patear una pelota. La competitividad fue ganando terreno. La conciencia crecía.
Celebré con euforia la clasificación al mundial de nuestra selección, recuerdo las calles llenas de gente que querían quemar las bocinas de sus movilidades, banderas flameando por todos lados, caras pintadas, era una alegría trasmitida por once jugadores.
Pero ya para ese entonces, mi nivel de conciencia había crecido, ya sabía con certeza qué era fallar un gol, cometer una falta desmedida, cobrar un penal inexistente, ya entendía los términos de amaños, coimas, corrupción, y otros.
Luego por cuestiones del destino, suerte o lo que algunos de los más escépticos llaman constancia fui fichado por un equipo profesional, prefiero evitar decir el nombre del club porque en este mundo del fútbol esto de ser hincha significa que sos de uno por lógica y sos enemigo del otro. Si jugas para uno significa que odias al otro. Y para mí el fútbol se había convertido en un medio de vida, así como lo es para la gran mayoría un simple trabajo.
Para ese entonces mi conciencia ya era mayor de edad, ya entendía a la perfección cuando hablaban de pases, de contratos, de meses sin cobrar, de primas sin pagar, de pagos por debajo, de horas y horas en las oficinas del club para que al final de la tarde te digan, vuelva mañana y mañana, vuelva pasado mañana y pasado mañana al fin estaba el pago de solo el diez por ciento porque te consideraban un juvenil.
Ahora mi relación con el fútbol es de divorcio, me alejé de todo lo relacionado a él, tal cual una pareja de enamorados finaliza una relación de años. Ahora que mi nivel de conciencia es mayor, vuelvo a recordar a través los titulares de los diarios los mismos problemas con los que tropecé años atrás.
Los protagonistas siguen ahí con otra identidad corriendo tras de una pelota de fútbol. Los otros, quien sabe que profesión tienen, quien sabe qué hacen, están atrás moviendo los hilos tal cual se mueve una marioneta, personajes que nadie los vé pero están ahí, haciendo daño al fútbol permanentemente (existen excepciones). A los otros, a los que nadie lo ve, que sus conciencias los acompañen.
Lic. José Fernando Suárez Sanguino
Lic. Relaciones Públicas